Detrás de escena

Franco Verdoia: volver al teatro para recuperar lo esencial

El autor y director tiene dos obras en cartel: Late el corazón de un perro y Matar un elefante, ambas en Espacio Callejón. Cuenta cómo, luego de varios proyectos cinematográficos, el teatro lo reconectó con sus raíces más tempranas.

Texto: Franco Verdoia / Fotos: gentileza F.V.

Hubo un momento en el que el cine me tomó por completo y supuse que nunca más volvería a hacer teatro. Cada proyecto audiovisual me arranca años de energía vital. No los atravieso, ellos me atraviesan a mi. El cuerpo queda arrasado; al menos el mío. Con Late el corazón de un perro pude volver a conectar un sistema sensorial que pensé había perdido.

Es sabido que cine y teatro son territorios en donde se juegan textualidades de naturalezas distintas. Mientras terminaba la octava versión del guión de mi último film La chancha, y preparaba cuerpo y mente para su rodaje, me había obsesionado con el programa de televisión Acumuladores, que se emitía por la señal de NatGeo. Observaba ese mundo con la certeza de que ahí había un caldo de cultivo poderoso. Tenía la fuerte convicción de que cualquier semilla vincular que plantase en ese jardín, daría brotes provechosos. Me fascinaban esos escenarios en donde el horror de la mugre, la locura y la decadencia eran capaces de desplegar belleza.

Sembré entonces una casa colapsada por décadas de amontonar objetos, muebles y basura; y planté allí un vínculo de madre e hija roto, justamente por las mismas razones que edificaron esa muralla de vida que las separa. Pero el mayor acierto del proceso no tuvo que ver con definir la circunstancia de un conflicto tan trillado como el de una madre y una hija enfrentadas por el desentendimiento; sino imaginar de qué forma todo aquello podría acontecer en alguna de las calles del pueblo en el que nací. Las Varillas, Córdoba. Y ahí comprendí que quien regresaría a su casa natal no sería Ana sino yo.

Regresar. Regresar para levantar la alfombra y remover el polvo. Regresar para
observar el niño que dejé al partir, así como tantas veces aquel niño observó desde allí la vida que hoy tengo aquí. Casi como un psíquico con el don de anticiparse al devenir. Estoy convencido de que las lineas temporales encierran enigmas, al igual que las obras que uno escribe. Que el futuro irrumpe en el pasado emitiendo señales que comprenderemos luego, cuando esos tiempos se superpongan con el presente continuo.

En mis relatos el tiempo opera como un soporte enigmático que desconcierta, que conmueve, que atropella… Que mis personajes regresen es una forma de ponerlos a merced de este tiempo despiadado.

Matar a un elefante me encontró más consciente de mi relación con la dramaturgia y mi vínculo con el teatro, que casualmente fue el lugar en el que me formé desde chico, actuando, escribiendo y dirigiendo a una edad muy temprana (escribí y dirigí la primera obra a mis 14 años). Fue el teatro el que me llenó de arrojo y determinación para convencer a mis viejos de que era vital para mí emigrar del pueblo a la gran ciudad en busca de un oficio que pudiera drenar tanto agite interior. En el pueblo vivía encapsulado en un cuerpo que se me salía de cauce. El cine, llegó más tarde, de forma inesperada y nebulosa, pero también revelándose como un paisaje en el que seguramente me quedaría para siempre. En Matar a un elefante eché a andar una conciencia lúdica más irreverente y menos solemne. Un argumento disparado por la intriga que me generaba la imagen de un hombre ambulando por la vida con una máquina que lo mantiene vivo, un hombre sin corazón, o mejor dicho, un hombre que vive gracias a un corazón artificial.

Y fue repetir el ejercicio que había operado con Late el corazón de un perro: ¿En qué casa de mi pueblo viviría este hombre? ¿Quién de todas las personas que recuerdo, podrían sobrevivir de esa manera artificial? ¿Qué nombres? ¿Qué apellidos? ¿Qué amigos de la infancia? ¿Qué familia rodearía a esta persona? ¿Quién sería entonces el que de todos ellos se fue y retorna? Casi como un maleficio, siento que no puedo hacer otra cosa que ocuparme de contar lo que absorbí de chico, lo que observé de adolescente, lo que vi y no dije, lo que padecí y callé, lo que no recordaba que recordaba, lo que ahora añoro.

Supongo que en un tiempo no muy lejano llegarán otros males de los que ocuparme para comprenderme cada vez menos. Porque si algo me dio la escritura, es la
oportunidad de desconocerme. Por lo pronto, la próxima obra me retiene otra vez en aquella geografía, aunque intuyo que esta vez, tal vez por fin, consiga irme del pueblo para siempre.

Matar un elefante, sábados a las 19.30, y Late el corazón de un perro, domingos a las 20.30, ambas en Espacio Callejón, Humahuaca 3759. Entradas por Alternativa Teatral.

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