El autor y director revela detalles de su obra más reciente, «Baco polaco», con funciones en el Teatro Sarmiento. Y reflexiona sobre el odio y el resentimiento tan extendidos en la sociedad actual y asegura que el teatro es un refugio contra ellos.
Texto: Sandra Commisso. Fotos: Carlos Furman – Prensa CTBA.
Con una nueva obra recién estrenada, Baco polaco, en el Teatro Sarmiento (del Complejo Teatral Buenos Aires) y otra, La vis cómica, que va por su sexta temporada en el Centro Cultural de la Cooperación, Mauricio Kartun, el gran referente de la escena argentina contemporánea, habla sobre su trabajo y reflexiona sobre el rol que cumple el teatro en la sociedad actual.
En Baco polaco, Kartun remite directamente a Las bacantes, de Eurípides y traslada el mito griego a un pueblo pampeano en la década de 1930. La tragedia se asomará lenta e inevitablemente en ese mundo polvoriento y olvidado que transitan los personajes, con la contundencia que impone el destino, atravesados por la inercia y el resentimiento. El elenco de Baco polaco lo integran Aníbal Gulluni, Paloma Zaremba, Soledad Bautista, José Mehrez, Luciana Dulitzky y Nahuel Monasterio.

-¿De dónde surge la primera imagen o idea que une a estos dos universos: el mito griego y el escenario pampeano?
-Surge de una imagen de una vulgaridad casi vergonzante: la de un elenco, hace 20 años, comiendo después de una función, con varias botellas de vino, juramentándose seguir trabajando juntos. Era el elenco de La Madonnita, la primera obra que yo dirigí y en esas cenas pantagruélicas, nos empezamos a jurar amor eterno y a proponernos seguir trabajando juntos. Y como había aparecido un festival de teatro griego en el Konex, todos se entusiasmaron con que hiciera la adaptación de algún clásico y lo presentara. En casa, pensé en qué presentar y con un libro que me gusta muchísimo que se llama El manjar de los dioses de Jan Kott, sobre tragedia griega, encontré referencias muy perturbadoras a las bacanales, Dionisos, Eurípides y las bacantes. Entonces hice un ejercicio que suelo practicar: hacer una conversión de norma rápida de ese argumento y pasarlo a un universo que yo conozco, en este caso, La Pampa, un pueblito y adaptándolo a los actores y actrices que estaban en ese momento en la cena.
-¿Qué pasó en ese festival?
-No nos eligieron. Se ve que tenía que esperar un tiempo el material. Y quedó ahí dando vueltas. Siempre digo que las imágenes son okupas. Vos dejaste una ventana abierta, entraron y, como las fantasías, una vez que entraron, no se van. Bueno, esas imágenes hicieron tanta presión que finalmente terminé escribiendo Baco polaco.
-La obra resuena con algunos temas muy actuales, como la idea del resentimiento, la violencia de género, entre otros. ¿Eso surge de unir la vigencia de los clásicos griegos con tu gran poder de observación?
-Cuando escribí este material no tenía referencias cercanas de ciertos temas. Por ejemplo, de una persona ganada y dañada por el resentimiento y el odio, alguien que daña porque fue dañado. En la política contemporánea comenzaron a pulular personajes en los que uno descubre esa matriz del odio generado por un daño, a lo que normalmente en la calle se lo denomina como «gente rota». Con esa energía dañina muy perturbadora de estos personajes empecé a entender a Penteo, aquel personaje que había escrito hace veinte años y también, a la par, a descubrir que ese personaje estaba presente en la Historia. Por nombrar al más estruendoso, por ejemplo, Hitler, que se podría decir que era un chico roto. Investigando sobre Goebbels, uno de sus ministros, descubrí que era un dramaturgo frustrado, que tenía dos o tres obras escritas que nunca se las había querido hacer nadie. Y para poder estrenarlas había impulsado una campaña de teatro nacionalista en Berlín. El también era un roto, un dañado.
-El problema es cuando esos personajes rotos adquieren poder…
-Claro, cuando comienzan a aparecer en la política, tienen una presencia generadora que hace que el odio pase a la calle. Por otro lado, el femicidio, el abuso, en los últimos años tomó la calle porque hubo una corriente de manifestación de algo que, si bien estaba desde siempre, empezaba a tomar presencia. Sentí que al personaje de Penteo, en Baco polaco, que le había llegado la hora. Hay algo en él que tiene una amplificación en la realidad que no tenía hace veinte años.
-La figura del resentido no es nueva, ¿lo que tal vez sucedía es que no tenían posibilidad de manifestarse abiertamente y mucho menos de acceder al poder y tomar decisiones? ¿Seguían recibiendo castigo y de ser víctimas pasaron a ser victimarios?
-Es así, insisto: siempre hubo este fenómeno de víctimas que pasan a ser victimarios solo que, por ráfagas históricas, parecería que pasan de cierto estado de incorrección y de condena y por un revuelo en el viento, empiezan a aparecer como banderas de destrucción, de ataque. Por ejemplo, mi generación o al menos yo, que vivió con más terror ese fantasma de la guerra porque soy hijo de familias de Europa que llegaron a la Argentina huyendo de ella, de pronto, para otras generaciones no tiene ningún peso y la guerra no aparece como un fenómeno amenazante.
-Y pareciera que la destrucción del otro está naturalizada. Y hasta exaltada, como si se tratara de una involución.
-Tal cual y eso es lo más peligroso. Sin ir más lejos, recientemente hubo un video oficial celebrando «el día de la raza», hablando de la civilización contra la barbarie que, más allá de un desconocimiento patético, lo que hace es la instalación de un valor que hace unos años no hubiese pasado, pero ahora empieza a encontrar algunas ventanas abiertas por donde colarse. Efectivamente, se trata de una involución.

-Tengo la sensación de que todo es parte de una decadencia de lo peor del sistema capitalista, ya desgastado y que en sus coletazos, resiste con lo peor de su modelo para no venirse abajo del todo, ¿puede ser?
-Totalmente, estamos en un río revuelto, en la rompiente. Y es difícil saber hacia dónde va a ir todo.
-En ese contexto, lo maravilloso del teatro es que nos abre posibilidades, en sus recortes de la realidad, nos muestra un reflejo, un espejo desde donde pensar y tratar de entender algo.
-El teatro es uno de los pocos lenguajes autónomos porque no depende de ninguna corporación, porque no tiene el peso establecido de ningún formato impuesto desde afuera. Y también porque, de alguna manera, el espectador, el público le reclama esa autonomía para seguir sosteniéndolo como vigente. El día que el teatro se transforme en un apéndice de la corporación, el público no tendrá ningún deseo de pagar una entrada para ir a ver lo que puede ver gratis en una pantalla. Y esa autonomía es su gran capital. Por supuesto, hay teatro y teatro. Hay teatro de puro entretenimiento pero como lenguaje sigue siendo contracultural.
-Cuando te referís a teatro de puro entretenimiento, ¿qué validez le das?
-Creo que es excelente igual porque sigue siendo el lugar donde vamos a ver inteligencia mimética, donde vamos a ver lo que puede un cuerpo. Hacemos una valorización de lo físico que, en una pantalla la hemos perdido y con la inteligencia artificial, ni hablar, más todavía. Eso magnifica muchísimo cualquier logro que pueda un cuerpo arriba de un escenario. Si está hecho bien, si lo que uno ve es la obra de arte de lo que hace ese actor o esa actriz con su cuerpo, transformándose, utilizándolo como elemento poético para que alguien lo reciba desde la platea, sigue teniendo un poder extraordinario porque mantiene vivo ese lenguaje. En la vida todo está dividido entre lo trascendente y lo intranscendente, el teatro también. ¿Por qué no tendría esas categorías? Y lo intrascendente no es una ofensa, es decir: no va más allá de su ser. O sea, lo ví, me maté de risa, me fui a comer y me olvidé. Hay otro teatro que sí, del que algo queda en mi cabeza y lo discuto después de verlo.
-Claro, lo mismo que pasaría con la literatura: siempre va a ser mejor leer un bestseller a no leer nada.
-Absolutamente. Fijate algo: al teatro, la gente va a ver un espectáculo más de una vez. ¿Qué película viste vos en cinco años cuatro veces? Ninguna. Sin embargo, al teatro vas de nuevo y pagando. Porque lo que vas a ver son esos cuerpos construyendo algo en ese espacio y ese es un fenómeno inefable. Es lo que a veces cuesta explicar.
-Es el fenómeno más interesante, sobre todo, para explicarle a las personas que no tienen el hábito del teatro. Y hoy en día en donde casi todo es virtual, digital y artificial, en el teatro ocurre algo muy humano y verdadero.
-En ese sentido es un acto de resistencia y por el otro lado tiene ese carácter contracultural que no requiere de más nada que cuerpos talentosos que se junten para hacerlo.
–En «Baco polaco» hay dos chapas en escena y con eso se arma un mundo.
-Es eso, no hace falta más. Es eso y el placer de ir a verlo, de sentarse codo a codo con un recorte de la comunidad que, mientras vemos algo, nos afinamos y nos sincronizamos, nos ponemos en un mismo tiempo y en un mismo tono. Hay algo que hace que la obra te sintonice con otros. Después, estará a quien le guste más o menos, quien se ría, quien no entienda porqué se rió el otro pero, sin embargo ahí estamos encontrando un tono en común. El gran valor de lo presencial que, curiosamente hace veinte años no lo hubiéramos mencionado porque era obvio, ahora es la gran alternativa.
-Creo que hay una necesidad muy grande de ir a buscar eso que en otros lados no se encuentra o qué se está perdiendo en muchos otros espacios.
-Va por ahí. En el dolor de huesos que nos produce estar todo el día inclinados hacia una pantalla, lo que ha venido a compensarlo son los gimnasios: nunca se vieron tantos gimnasios, máquinas de pilates, entrenamiento con pesas y miles de etcéteras. Es algo compensatorio. El teatro es el gimnasio de la mente, es el megatlon mental. El teatro es el lugar al que vas a darle a la cabeza un movimiento que se está perdiendo, una capacidad de percepción del cuerpo a partir de lo que se ve. En la vida uno tiene percepción del cuerpo del otro, en el teatro eso se amplifica y aprendés a decodificarlo. No hay espectáculo más humano que el teatro, es ir a ver a humanos actuar.

-Se podría decir que el teatro es lo más parecido a la vida, concentrado en un espacio escénico.
-Es eso, es la amplificación de la vida. Y además, es la recuperación del rito. Lo virtual nos va alejando de los rituales y eso nos aleja de muchas cosas. De hecho, en «Baco polaco» se habla de la pérdida de la fiesta, que es un rito. Los carnavales son un ejemplo, como posibilidad de vivir una realidad distinta, por esto de la máscara donde ser otro, salir del estado de represión. Las fiestas como lugar de violencia controlada, como descontrol controlado, valga la paradoja. Perdiendo eso, lo único que queda es una especie de chaleco de fuerza conceptual en el que nos metemos y en el que tememos salir continuamente del estado de corrección, lo que nos anuda, nos tensa y nos reprime. Por eso necesitamos más rito, mucho más rito.
-Cuando se libera esta hipercorrección política, se suele pasar al otro extremo que es una violencia tremenda. En el ritual del teatro, ¿la identificación con los actores y las actrices es lo que nos permite el juego de ser otros?
-Absolutamente y te permite entender y mirar la realidad en el otro. En ese sentido, el teatro es un condensado, como un licor, un jarabe de vida, hay algo condensado que te permite entender. Se podría decir que el cine cumple la misma función pero también, con el paso de los años, ha ido perdiendo misterio en la hipótesis de que la tecnología puede lograr esa magia.
-¿Se transformó más en industria que en arte, tal vez?
-Si, perdió lo perturbador, lo inquietante. El teatro lo conserva.
-Hay algo en tus obras, en relación con el lenguaje, que tiene una identidad, poética y popular a la vez, una mezcla de mundos. ¿Eso es lo que más te identifica?
-Sí, algo de poético y guaso a la vez. En principio habría que preguntarse si la dramaturgia contemporánea se lo propone. En muchos casos no se lo propone porque ha tomado el modelo realista naturalista y costumbrista con el que nosotros nacimos como lenguaje impuesto que es el del cine. Mi generación nació viendo un tipo de cine realista y se dio por sentado que ese era el lenguaje. Pero lo cierto es que el teatro ya tenía antes, 2300 años de lenguaje poético, incluso de teatro en verso que era lo que predominaba. Y más aún, el verso era una virtud más de lo que se buscaba conseguir. No solamente ves cuerpos emocionados en escena sino que, a la vez, hay un procedimiento musical que transforma ese texto en una especia de rara canción sin melodía. Hay algo en el teatro poético en donde, en principio, uno abandona la necesidad de ser entendido en cada palabra, abandona la necesidad de verdad y asume otra. En mi caso, una que considero más placentera que es la de verosimilitud, que sea creíble y no verdadero. Y eso da una libertad creativa muy importante. Eso está presente en muchos otros autores pero, insisto, en los últimos 80 años tal vez hubo un predominio muy grande de un teatro realista donde el parámetro virtuoso era el que más se parecía a la vida. Y a mí me gusta jugar en la banquina.
-¿Hacer coincidir mundos aparentemente imposibles de unir?
-Sí, ese lugar donde pasan otras cosas. Y ahí está un poco la diferencia entre entender y comprender. Entender se entiende una palabra, comprender se comprende una totalidad. A la poesía no intentás entenderla, es como intentar entender cada gesto de otra persona, es algo inabarcable. A una persona no se la entiende, se la comprende. Es más, buena parte de los grandes amores se producen con un otro al que nunca terminamos de entender. Y sin embargo, amamos lo que comprendemos de ese otro.
-Ahí entra en escena esa cosa del juego tan fundamental que tiene el teatro.
-En muchos casos, hay algo del lenguaje que está ahí simplemente por cómo suena y palabras que no significan nada pero suman al juego. Por ejemplo, en la obra, uno de los personajes dice «echar barraca» y los actores me comentaban que no sabían qué era y no lo habían encontrado ni en Google. Estaban desorientados. Es un término de timberos, los que jugaban a los dados por guita, al pase inglés, sobre todo, cuando los dados salían mal, decían «echar barraca». Y entonces, si nadie lo sabe ¿por qué decirlo? Porque en la totalidad se comprende, aunque no termines de entender con precisión su significado porque el contexto te lo explica. Y yo trabajo mucho con ese juego que es algo que también hacemos en la vida continuamente.
-Pensando al teatro y su rol en este momento histórico, ¿sentís que vivimos en una era donde reina el odio y la estupidez o siempre fue así pero ahora es más visible?
-Vivimos una época en la que prima el odio y la estupidez, sí. Y también es más visible y además, se hacen más tolerables. Hay una tolerancia que parecería una especie de reacción a algún momento de «buenismo» o de «correctismo», con la sensación de que por momentos, lo correcto se volvió correctoso. Frente a eso aparece una manifestación alternativa que es el odio, el ataque y que, mientras se mantenga en un lugar espectacular, puede resultar hasta divertido, esas furias virtuales. Pero esto es simplemente crear una alfombra sobre la cual, el mundo ya tuvo la experiencia de que sobre esa alfombra se construyen las guerras y el horror.

-¿Hay una falta de memoria colectiva?
-Es cierto que en la historia de la Humanidad siempre ha habido violencia, guerra y horror pero sin embargo, bastaría ver los casos policiales del último año, para descubrir un nivel de horror que no había aparecido antes. Pero no es casual que suceda. Sucede porque la alfombra permite caminar sobre ella. En este momento, lo que se abre es la tolerancia hacia esas zonas del horror.
-¿Hay alguna forma de combatir eso?
-Decirlo. No naturalizarlo. Decirlo y marcar la excepcionalidad.
-Hace poco encontré un término que me llamó la atención, acerca de que vivimos una era de «desilustración». Esa tolerancia al horror, ¿podría estar asociada también a esta brutalización generalizada, en cuanto a la falta de educación y empatía, a que todo da lo mismo?
-Puede ser, se instalan modelos prestigiados de barbarie, tolerados, asentados y eso por supuesto incide en el comportamiento social. Si yo, en el poder, veo un comportamiento «desilustrado» por tomar ese término interesante, es natural que entienda que está legitimado usarlo también en la vereda. No porque en una política correcta no hubiese cinismo, desde ya, pero una cosa es el cinismo descubierto y otra es la barbarie ejemplarizada.
-Lamentablemente aparenta ser un fenómeno global,
-Sin dudas y eso es lo que hace temer la hipótesis de una nueva instancia de guerra como la que tuvimos hace setenta años. Un ciclo de regreso a un estado de barbarie. Se empiezan a ver hoy, argumentos sobre comunidades diversas que se parecen a los argumentos de Hitler en su momento. Y la sensación es la de que amanece un peligro.
-¿Tendremos que seguir aferrados al teatro, al arte y la cultura, como una manera de contrarrestar esto?
-Totalmente, a eso y a valores, a una ética. El teatro es el espacio para pensar, para relajarse, para disfrutar, todo junto. Hay un chiste que me atribuyen a mí de que, una buena obra de teatro es la que sobrevuela la milanesa. Vas a ver una obra y, después, te vas a comer y hablar sobre lo que viste. Ese fenómeno, ese eco que tiene el teatro es parte de su extraordinario atractivo: te dio vuelta la cabeza y ahora necesitás compartirlo con otro. No es virtud solo del teatro, es virtud de las artes. Pero algo de lo que el teatro tiene es que esa movilización es muy directa. Lo veo mucho en redes sociales, cuando hago referencia a algún espectáculo de hace 30 años, quienes lo vieron, recuerdan cómo se sintieron conmovidos con una precisión insólita.
Claro, es el vivo, lo que uno vivió, queda impregnado de otra manera en la memoria.
-Exactamente, basta que alguien lo traiga a la memoria para que suceda eso y uno recuerde.
-Qué bueno que los griegos inventaron el teatro y que sobreviva a todo.
-Sobrevive y prevalece. Por ejemplo, leí que el director Quentin Tarantino anunció que deja el cine para dedicarse al teatro porque dice que el teatro es el único lugar donde todavía el espectador puede ser conmovido. Asegura que al cine lo perdimos con las series y que él ya no puede hacer el cine que hacía antes. Y en el único lugar donde se puede seguir perturbando al espectador es en el teatro. Con otro director, Francis Ford Coppola, pasa algo parecido: está experimentando en dos universidades, filmar en una única toma, retomando la energía del actor, que según dice, se tiene que saber la letra de un tirón, como ocurre en escena. Se está volviendo un poco al origen por eso digo que el teatro es resistencia y es vigencia. Y Buenos Aires es una de las pocas ciudades del mundo donde ese fenómeno está a pleno.
Baco polaco: funciones de jueves a domingos a las 20 en Teatro Sarmiento, Av. Sarmiento 2715.
