La decisión del Gobierno Nacional de que el Instituto Nacional del Teatro (INT) deje de ser un ente autárquico para depender directamente de la Secretaría de Cultura como «unidad organizativa», representa un nuevo ataque a la Cultura, ignorando todo el trabajo y la importancia que tiene esa entidad para el teatro independiente en la Argentina.
Texto: Sandra Commisso.
No se trata de comida o cultura. Se trata de comida y cultura. De comida, salud, educación, ciencia, trabajo y cultura. El rol de la cultura en la sociedad y su papel en el desarrollo humano es fundamental. Por eso resulta preocupante ver cómo se debaten derechos adquiridos que costaron tantos años de lucha, con leyes que protegen a las instituciones y a todas las personas involucradas en ese sector. Es triste que en pleno siglo XXI haya que salir que defender lo que debería ser innegable: el valor de la cultura en todas sus manifestaciones y el derecho de todos los ciudadanos a ser parte de ella. Es una lástima que las circunstancias actuales nos obliguen a retroceder en vez de avanzar hacia una sociedad más inclusiva y respetuosa.
Los trabajadores de la cultura son parte vital de cualquier sociedad, y su labor es tan importante como la de cualquier otro trabajador. La cultura no es un lujo y menos todavía, un gasto. Se trata de una necesidad humana fundamental. La pandemia dejó en claro que, sobre todo en momentos de crisis, la cultura es esencial para el bienestar emocional y social de las personas.
La vida humana, los procesos históricos y sociales, el pensamiento, son por naturaleza, evolutivos. Pero aparentemente ahora estamos frente a una involución, frente a un proceso completamente antinatural. Cuando hablamos de cultura pareciera que es necesario aclarar que se trata de una pata necesaria en cualquier tejido social. No se trata de cambiar un plato de comida por una entrada al teatro o al cine, o por un libro, se trata de sumar derechos y cubrir necesidades vitales para el ser humano.
No es restando que se mejora una sociedad, es sumando, aunando, encontrando, intercambiando. De hecho, nuestro país tiene una tradición cultural intensa y profunda que ofrece propuestas para todos los gustos y presupuestos. Uno puede ir a ver un espectáculo, o recorrer un museo o ir a un concierto por mucho o poco dinero y también lo puede hacer de manera gratuita.
El Estado no es un ente ficticio y fantasmal que se devora todo, por el contrario, es una entidad básica para cubrir necesidades, llenar espacios vacíos, asistir a los márgenes que quedan a la intemperie. Así sucede en muchos o en todos los países que este gobierno toma como referencia. Salvo para seguir los mismos pasos en estas cuestiones.
Cuando livianamente se habla de «agarrar la pala», se lleva el debate a una falacia. Esa afirmación es como marcar con el dedo a un trabajador de la cultura y acusarlo de vivir a «costa del Estado», se lo pone en el banquillo por, supuestamente, llevarse el dinero que le corresponde a otros. Sin embargo, eso no sucede. Las cifras son públicas y muestran la realidad. Además de que muchos organismos se autofinancian o reciben aportes privados.
Cualquier trabajador de la cultura es precisamente eso, un trabajador más. ¿Estamos discutiendo si una sociedad necesita tener teatro, tener cine, tener literatura, tener música, bibliotecas, museos? Si eso no existe, ¿en qué nos convertimos? Sabemos que antes de llegar a ese punto, las justificaciones aluden al nivel de pobreza existente. Pero quienes se rasgan las vestiduras en una sobreactuación (curiosamente) de solidaridad y conciencia social aprovechan el contexto para cargar las tintas y el problema sigue sin resolverse.
La pandemia puso en claro que, más allá del apremiante momento de supervivencia por el que pasó la humanidad durante el 2020, acosada por un virus mortal, aún en medio de esa situación de supervivencia básica, la gente también necesitaba imperiosamente recurrir a la cultura para poder sentirse humana, para poder volver a tejer esas redes con sus pares, para sentirse viva de verdad, para sentirse que no era nada más que un cuerpo hostigado y amenazado por un virus.
Vivimos en un mundo, alienado por el consumismo, el individualismo y la mediocridad. Hoy, muchas personas se jactan de nunca haber leído un libro, de no haber ido jamás al teatro. Sus consumos supuestamente culturales se reducen a las redes sociales y los videojuegos, básicamente. Y atacan a quienes consideran «ñoquis», como el caso de los artistas, a quienes ven como sujetos inútiles que generan gastos, ignorando cómo funciona realmente la industria cultural. Por algo se la denomina, justamente, industria.
La idea de barrer con todo lo que signifique cultura es consecuencia, en parte por cierta ignorancia y en parte, por un desprecio cultivado durante años. Nada sucede de un día para otro. En un mundo virado violentamente hacia la ultraderecha, poco y nada importan los demás. Las mujeres, las infancias, los viejos y viejas, las personas enfermas o con discapacidad, los que pertenecen al colectivo LGTBQ, los más vulnerables, son descartados, como en una ficción distópica.
Entonces, ¿cómo traducimos esa realidad, en acciones concretas para ir rescatando, de a poco, las partes del tejido social pulverizado? Los humanos necesitamos de ese tejido para sobrevivir y vivir, para construir y crear desde ahí. Y sobre todo, para compartir porque, en definitiva, eso es lo que buscamos todas las personas: compartir para hacer más llevadero nuestro sufrimiento y para disfrutar más si pasamos un buen momento.
La Cultura es ese espacio compartido, ese refugio en medio de las obligaciones cotidianas, donde accedemos a reflexionar sobre nosotros mismos, sobre las cosas que nos suceden. Lo hacemos a través de un libro, de una película, de una obra de teatro, de una canción. Es ahí donde somos más humanos que nunca. Claro, eso es cuando nuestras necesidades básicas están cubiertas. Es entonces que podemos acceder a esa dimensión de disfrute conjunto y reflexión que nos propone la Cultura.
Pero qué pasa, cuando desde el Poder, nos prohíben, nos censuran o nos destruyen esa posibilidad, cuando intentan desmantelarla y desintegrarla. En todos esos casos nos están quitando nuestra identidad básica, nos deshumanizan. Y por eso la cultura es vital. No todo es una cuestión de consumo y de mercado, la vida no es un mercado en donde todo se compra y se vende. Si no fuera así, el teatro, por ejemplo, no habría sobrevivido a lo largo de 3.000 años de historia, por ejemplo.
Si nos quitan la cultura nos convierten en hienas o en aves carroñeras que pelean por los desechos que dejan los pocos privilegiados. No hay que permitir eso. Y uno de los modos de hacerlo es apelar al espíritu de manada, de grupo, de refugio colectivo en el que cada uno potencia y sostiene al otro.
La cultura también genera trabajo y riqueza, en todo sentido. Representa la identidad, el refugio y el sostén unificador de una sociedad. La Argentina, históricamente, fue y sigue siendo reconocida en el mundo por su aporte cultural, construido en la diversidad en todo sentido. Una riqueza que ahora se encuentra en peligro, algo inédito e inadmisible en pleno siglo XXI.
