La actriz argentina radicada en Francia, conmueve en el escenario del Picadero, con «El corazón del daño», unipersonal basado en la novela de María Negroni, con dirección de Alejandro Tantanian.
Texto: Sandra Commisso. Fotos: Vanessa Rabade.
Con su vida repartida entre Buenos Aires y París, donde está vive y trabaja hace décadas, Marilú Marini está de regreso, por una temporada, para presentar el unipersonal El corazón del daño, una adaptación de la novela homónima de María Negroni, realizada por el director Alejandro Tantanian, con la colaboración de Oria Puppo (también a cargo de la escenografía, iluminación y vestuario). El estreno mundial de la obra fue en el Teatro Español de Madrid, el año pasado lo que marcó, además, el debut de Marilú en los escenarios madrileños. Y ahora tiene funciones en el Picadero.

En la obra, una mujer adulta recuerda el vínculo fundamental con su madre y repasa todo lo que eso implicó, sobre todo, el costado más oscuro de la relación, sus dificultades, sus fantasmas, unidas a una huida de la protagonista obligada a una clandestinidad revolucionaria. Y cómo todo ese proceso tan profundo la lleva a descubrir la escritura y el lenguaje de una manera muy personal.
-El ida y vuelta de la obra plantea un diálogo entre madre e hija y a la vez, otro entre la mujer adulta y la que fue ella misma de niña, repasando el fuerte lazo con su madre. ¿Cómo fue ese vínculo maternal en tu caso particular?
-En la obra lo que es muy conmovedor es justamente cómo la autora plantea, a través de la esa relación complicada con la madre (que siempre lo es, aún en perfiles amorosos) ese camino de va de esa niña que sufre pero que la convierte en artista y escritora, cómo ella elabora y simboliza ese vínculo. Por otra parte, yo creo que la niñez siempre está presente en la actuación, por esta cosa del juego, de entrega a esa imaginación tan libre como la tienen los niños. Yo aprendí de mi madre una disciplina, aunque en realidad eso lo aprendí más de tía quien fue quien realmente me crió. De mi madre aprendí una mirada un poco infantil hacia el mundo y una búsqueda de lo bello. Tuve una relación con mi madre un poco complicada porque ella muy distante porque estaba en duelo cuando yo nací. En ese momento, ella había perdido a una hija de tres años, una hermana que yo no conocí. Pero ella era alguien que se podía maravillar con todo, le gustaba lo estético y lo lúdico.

-La capacidad de asombro, lo lúdico y lo estético tienen mucho que ver con el arte en general y con el teatro, fue como su legado de alguna manera.
-Absolutamente, hubo algo de todo eso que está impregnado en la columna vertebral del trabajo actoral.
-¿Qué cosas sentís que están intactas después de tantos años de carrera y cuáles te sorprendieron, que nunca pensaste que te podían ocurrir?
-Lo que está intacto es la curiosidad, soy muy curiosa, siempre quiero investigar en esos caminos que aún no he recorrido o que se presentan como incógnitas o desafíos. Y lo que me ha sucedido, que nunca pensé, es que tuve la suerte de trabajar en la última puesta que hizo el director británico Peter Brook junto a Marie-Hélène Estienne, de La Tempestad, poco antes de la pandemia. El tenía ya 95 años y fue su último trabajo. Fue muy emocionante, un verdadero regalo el contacto con él, un hombre muy alerta, muy niño y al mismo tiempo con una escucha tan aguzada de todo. Captaba perfectamente cuando no aparecía eso que él buscaba, ese gesto. Lo que en flamenco llaman «pellizco», eso que te toca en el plexo solar, que sucede o no.
-Algo que puede ser un instante pero que uno siente que es verdadero, que te sorprende.
-Así es, es algo que llega a lo más profundo de cada espectador. Es hermoso y necesario. Cuando uno está muy apasionado con el trabajo que hace es muy nutritivo y te mantiene vital.

-Pasar de un texto literario como una novela a la versión teatral, ¿qué desafíos implica?
-Cada texto es distinto y éste es muy poético y diverso en su forma. Lo que había que trabajar era lo concreto, bajarlo al escenario, darle un cuerpo. Es un texto muy lírico que está trabajado por María con mucha preciosidad, como de orfebrería. Entonces el trabajo con el director fue muy nutriente. El haber trabajado juntos antes, varias veces, lleva a una comunicación muy fluida. Lo mismo que el contacto con María, fue muy enriquecedor. Por su parte, Oria con su aporte desde lo visual, sumó mucho a la dramaturgia, a lo teatral, a cómo tratar ese texto desde un lenguaje teatral. Fue todo muy en equipo y con gran intercambio entre todos. Eso es algo fundamental en el teatro, es su esencia.
-Trabajás hace años en Francia y siempre venís a la Argentina, ¿cómo ves la escena local con respecto a las ciudades europeas a partir de tu experiencia?
-Creo que Buenos Aires es una ciudad muy rica teatralmente, desde la producción y la diversidad, hay de todo realmente. Desde lo más underground hasta lo más comercial y eso genera una calidad enorme, abre una posibilidad de elecciones increíble. Y además provoca que la gente que hace teatro sea muy flexible porque recibe demandas muy diversas. Lo que también veo, en Buenos Aires, ya desde los actores, es que hay un teatro en el que el cuerpo está muy presente en escena, mucho más que en Francia. Allá el teatro de texto es muy preponderante mientras que acá, lo que veo, es que se privilegia un teatro de situación, por eso lo del cuerpo.
–¿Tiene que ver también con el tipo de formación?
-No del todo, acá la gente se entrena mucho, hacen muchos cursos pero hay una tradición en la cual, la sensualidad corporal, la presencia de la carne, es más evidente. No conozco tanto en cuanto a la formación pero en Francia se enfoca mucho en cuanto a encarar un teatro clásico francés, actuar los versos sin recitarlos, es toda una técnica. Pero también hay muchos actores formados en el Conservatorio que trabajan en el teatro comercial, en la misma proporción que acá. Lo que sí es distinto es el Estado presente para subvencionar el teatro público.

-Claro, algo que justamente ahora en la Argentina, se puso en discusión lamentablemente.
-Se puso más difícil y yo espero que las nuevas autoridades reflexionen y se den cuenta que tanto el teatro como el cine, la cultura argentina en general, está muy valorada en el mundo y representa mucho la identidad argentina. Da prestigio y genera trabajo también. Ejemplos hay decenas: Lucrecia Martel, Damián Szifrón, Ricardo Darín, entre tantos.
–Marilú, vos misma sos un gran ejemplo de la cultura argentina que nos representa en el mundo, más allá de que vivas en Francia.
-Si, es que yo soy reconocida como una actriz argentina que trabaja en Francia, como muchos otros muy representativos: Jorge Lavelli o Alfredo Arias. El año pasado estuve en la India y en Túnez de gira con La Tempestad y me preparo para una nueva por Hong Kong. Y con otra con El corazón del daño por toda España. Además de un proyecto para una nueva película a rodar en este año. Ese contacto con la gente de otras latitudes es algo maravilloso.
-Esa representatividad es tan importante como la cuestión de si la cultura deja ganancia o no, que lo hace porque es una industria además, pero se trata de una cuestión de identidad que no puede perder.
-Claro, porque es lo que representa a un país. La gente va al teatro o al cine porque es un lugar de encuentro de esa identidad. Desconocer eso es algo tremendo. Por eso ahora hay que resistir, insistir y persistir.
-Durante la pandemia quedó demostrado además, lo necesaria que es la cultura, desde lo vital, para la salud mental.
-Muchísimo. La empatía, la catarsis, eso solo lo genera el teatro, meterse en ese cuento que te cuentan en el aquí y ahora. El teatro es uno de los últimos lugares donde alguien de la tribu le cuenta una historia, directamente, al resto de la tribu, en una comunicación oral y visual, porque está presencia del cuerpo. Y el intercambio con los otros en ese ritual es irremplazable.
